Recién aterrizado en Tokio – por mor de una alineación planetaria y un par de carambolas corporativas- me lanzo a combatir el jet-lag deambulando por los barrios de Ginza y Roppongi. Lost in Translation, o al decir verdad, no tanto. Es la primera vez en el imperio del sol naciente, y sin embargo me invade una familiar sensación de Deja-Vú.
Por un momento imagino una rejuvenecida Victoria Abril, con coletas y extrema minifalda escocesa y medias de colegiala hentai, preguntándome, por 25 yens –al cambio algo más de una obsoleta peseta- cada una, cuantas palabras japonesas hemos incorporado en nuestro léxico cotidiano (sin incluir marcas comerciales) : 1,2,3 responda otra vez… “bonsái, katana, tsunami, futón, ninja, karaoke, jacuzzi, kamikaze, manga, sushi, hara-kiri, kimono, to-fu, bonzo, sumo, samurai, karate, judo, sashimi, sake, geisha “… ¡¡Tiempo!!!
20 de un tirón antes de decir banzai, porque si llegamos a incluir los brands made in Japan, resultaría demasiado fácil en el paraíso electrónico. Vivimos inmersos en un akihabara doméstico rodeados de gadgets SONY, CANON, NIKON, FUJITSU, HITACHI, AKAI, SANYO, SEIKO, MINOLTA, PANASONIC, NEC, NINTENDO –de la PSP a la Wii-, TOSHIBA, SEGA …o sobre ruedas, los motores NISSAN, YAMAHA, HONDA, KAWASAKI, MITSUBISHI, SUBARU, ISUZU, SUZUKI, TOYOTA, MAZDA hacen zum-zum en nuestras carreteras. La cremosa SISHEIDO nos va a dejar el cutis de geisha más blanco que MUJI, la marca blanca de artículos sin marca. Otras 26 referencias a la moleskine.
En escaparates y uki-yoes – las cortinas de entradas a comercios y restaurantes- reconozco otros memes inequívocamente nipones de cerezos en flor, jardines exquisitos de armonía otoñal, con puentes sobre estanques donde nadan carpas Koi, y el nevado monte fuji-Yama recortado en el horizonte; El emperador Hiro –Hito, paredes de papel en paneles deslizantes, baterías de máquinas de Pachinko, Godzilla emergiendo radioactivo del océano, un arcano código Bushido para los disciplinados practicantes de artes marciales –del kendo al aikido- con sus saludos al maestro sensei- ; delicados Ikebana de arreglos florales, poemas haiku de rimas imposibles, inverosímiles grullas papirofléxicas de origami, máscaras de teatro Kabuki, o yakuzas tatuados ebrios de Suntory.
Voy siendo consciente de cuanto Japón tenemos infiltrado en Occidente y como se nos ha colado hasta la cocina, y aunque no todos los paladares aprecien el umami –el quinto sabor- del sushi, el sashimi, -con esos atunes rojos pescados en Barbate y Zahara y fletados ultracongelados al mercado de tsukiji- los rollitos maki, las algas wakame, nori e hijiki, sí que hemos incorporado los tronquitos de surimi, los fideos ramen, la salsa teriyaki para barbacoas, el tempura –sinónimo elegante de fritanga para caterings con camareros de camisa negra y cuello mao- y un punto wazabi a nuestros sándwiches y ensaladas.
¿Cómo se ha producido esta colonización corporativo cultural? No recuerdo a embajadores “vendiendo patria”, ni parece que hayan sido ilustres autores como Kitaro, Yukio Mishima o Akira Kurosawa y sus siete samurais o aquel mítico Imperio de los Sentidos o Feliz navidad Mr. Lawrence que nos acercaba un imperio del sol naciente lleno de contradicciones freudianas, quienes se lleven la honra. Antes bien, el maestro Miyagi que enseño a Daniel-San las claves Zen para ser un karate Kid auténtico, y el iconoclasta Quentin Tarantino y sus Kill Bills encontraron ya un fértil terreno abonado por algunas décadas de introducción al animé con Heidi, Marco y su mamá, Mazinger Z , Meteoro, Oliver & Benjí, que fueron quienes realmente iniciaron la niponización de la juventud española de la transición, allá cuando Paquito Fernandez Ochoa triunfaba en Sapporo. Luego llegaron las hilarantes sobremesas del masoquista Humor Amarillo, los Caballeros del Zodiaco, y la Dragon Ball que pasaron el testigo a las nuevas generaciones de nativos digitales que empapándose de Doraemon, Pikachu, mutaciones Pokemon o el inefable Shin-chan aprenden a sorber ruidosamente la sopa Miso en cuclillas en el tatami familiar y a avergonzar a sus mayores en una sociedad en la que la jerarquía y tradición más rígida convive con la innovación más transgresora. Una sesión de cool-hunting por el trendy barrio de Shibuya me confirma que palpita al unísono comercial con el SOHO o Fuencarral entre emos after-punks, gafapastas y Hello Kittys.
Y si el español ordinario está así de puesto sin ningún esfuerzo, para los iniciados más avanzados-, Otakus –seguidores fanáticos pelín frikis- del manga, capaces de reconocer un shinkansen, un shuriken, una katana de Hattori Hanzo o un video de Bukake –por suerte se me acaba el espacio para no entrar en detalles, y es que el capitulo de fetichismos y parafílias varias también está plagado de banderitas japonesas –-
Lost in traslation... como Tom Cruise en el Ultimo Samurai antes del ataque de los ninjas Japón, tan lejano y, sin embargo, tan próximo y reconocible. Sin duda no hay otra identidad nacional, salvo la omnipresente arrolladora maquina del Hollywood gringo, con tantos implantes tan arraigados en nuestro ADN y con tantos tentáculos abrazándonos.
¿Deja-vu? Va a ser DEYABU. Y, last but not least, una ultima pieza que ya se ha incorporado al puzzle de referencias japonesas YOROKOBU, una marca, y una actitud.
Sayonara Baby